Este año el Día del Padre llegó como una ola silenciosa. No hubo abrazos, ni dibujos con crayones, ni llamadas con la voz temblorosa de emoción. Solo el silencio. Ese silencio denso que no se puede describir con palabras, que pesa en el pecho como una piedra invisible.
No fue por olvido. Fue por distancia. Una distancia que no es física, sino impuesta. Una distancia tejida con hilos de egoísmo, de resentimientos que no me pertenecen, de decisiones ajenas que desdibujaron mi rol de padre.
A mis dos hijas: ustedes son el motivo de cada amanecer. Son el suspiro que me recuerda que alguna vez tuve el privilegio de peinar (no tan bien) cabellos enredados, de secar lágrimas, de escuchar historias de Colegio y sueños inventados. Fui su refugio y ustedes, mi mundo entero.
Pero este Día del Padre pasado, pasé separado de las dos personitas que me dieron ese título sagrado. Y no fue por desinterés, ni por ausencia voluntaria. Fue por una realidad cruel: hoy no puedo ejercer mi paternidad, no porque lo haya elegido, sino porque fue arrebatada.
Mi hija menor, aún pequeña, ha sido alejada de mí por decisiones nacidas del capricho y del ego. No se pensó en ella, en lo que sentía, en lo que necesitaba. Se pensó en ganar, en castigar, en borrar. Pero el amor verdadero no se borra con una firma ni con una orden. Vive en lo profundo del alma.
Y mi hija mayor… cuánto me duele hablar de ella. Nuestra relación se ha ido desdibujando bajo una imagen de mí que nunca fue cierta. Una imagen creada, alimentada durante años por palabras ajenas, por juicios sin derecho a defensa, por una narrativa construida desde el dolor de otro, pero que terminó manchando lo más puro que teníamos: nuestra conexión.
Te extraño hija. Y no lo digo desde el reclamo, sino desde la nostalgia de aquel Papá que te enseñó a vivir de forma diferente, que escuchaba tus preguntas infinitas, que se acostaba tu lado a ver tv a para que durmieras tranquila. Sigo siendo ese mismo hombre. Tal vez más cansado, tal vez más golpeado por la vida, pero igual de lleno de amor por vos.
Hoy solo me quedó mirar una foto, acariciar recuerdos, hablarles en silencio mientras el mundo celebraba a los padres. Me sentí como un árbol arrancado de raíz, viendo pasar los días sin la sombra de sus hijas. Y sin embargo, sigo de pie.
Porque ser padre no es un rol que se pierde con la distancia. Es una presencia eterna, incluso cuando no se puede estar. Es rezar cada noche por el bienestar de ellas, aunque uno no esté incluido en su día a día. Es amar sin condiciones, aunque el amor no tenga retorno visible.
Quizás algún día todo esto cambie. Tal vez la verdad se abra paso, y podamos reencontrarnos. Tal vez puedan ver más allá de lo que les contaron, y recordar quién soy en realidad. No un monstruo, no un villano, no un hombre ausente, sino un padre que lucha cada día contra un sistema y contra decisiones injustas, por amor. Solo por amor.
Hoy no hubo regalos. No hubo desayunos en la cama, ni sonrisas cómplices. Pero hubo algo más profundo: la certeza de que, pase lo que pase, siempre voy a estar. Aunque no me vean, aunque no me escuchen, aunque no me llamen. Estoy.
Porque ser padre… es un lazo que el tiempo, ni la distancia, ni la injusticia, pueden romper.